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Buenos Aires, Argentina /
Fecha de Publicación:15/08/08  

Funciones de la nota


Federico Andahazi concibió su obra cumbre en un bar de Olazábal y Pacheco

“En Villa Urquiza escribí El anatomista”

Durante dos etapas de su vida residió en el barrio. Ambas coincidieron con el proceso creativo del libro que, polémicas al margen, lo consagraría como escritor. Federico Andahazi recuerda con afecto aquel tiempo como vecino, cuando soñaba que su novela más famosa obtuviera un premio que le permitiera arreglar las goteras de su casa.


Por Marcelo Benini
mbenini@periodicoelbarrio.com.ar


Lo primero que podemos decir de Federico Andahazi (45), más allá de sus valores literarios, es que no discrimina a los medios según su importancia. Esta entrevista se realizó el 14 de abril -su publicación se demoró por la aparición de sucesivos temas que no admitían postergaciones- en el marco del lanzamiento de Pecar como Dios manda, un ensayo sobre la sexualidad de los argentinos. En el medio de una agenda nutrida de entrevistas con los más importantes medios del país, el escritor se hizo un espacio para atender a este periódico, durante más de una hora, en su casa de Villa Crespo. Claro que ello fue posible gracias a las gestiones de Ana Wajszczuk, jefa de Prensa de Editorial Planeta, y Aída Pippo, esposa de Andahazi, quienes en menos de 24 horas resolvieron lo que en muchos casos lleva más tiempo o incluso jamás se concreta.

Andahazi estudió psicología en la Universidad de Buenos Aires y ejerció la profesión durante poco tiempo. Decidió dedicarse de lleno a la literatura y en 1996 obtuvo el Primer Premio de Cuentos de la Segunda Bienal de Arte Joven con la obra Almas misericordiosas. Ese mismo año recibió también el Primer Premio del Concurso Anual Literario Desde la Gente por su cuento El sueño de los justos. A fines de ese año, a la vez que era finalista del Premio Planeta, su novela El anatomista ganó el Primer Premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat. Sin embargo, la patrocinante del concurso se escandalizó por el contenido del libro y publicó una solicitada en los principales diarios del país aclarando que no compartía la decisión del jurado por considerar que la obra “no contribuye a exaltar los más altos valores del espíritu humano”.

De esta manera Fortabat contradecía a María Angélica Bosco, Raúl Castagnino, José María Castiñeira de Dios, María Granata y Eduardo Gudiño Kieffer. El libro finalmente fue publicado por Editorial Planeta en 1997, traducido a más de treinta idiomas y vendió millones de ejemplares. Aborda la figura de Mateo Colón, un anatomista del Renacimiento que, al enamorarse de una prostituta veneciana, emprende la búsqueda de algún tipo de pócima que le permita conseguir su amor. Da comienzo así a la ardua exploración de la misteriosa naturaleza de las mujeres. A través de la disección de cadáveres Colón descubre, tal como lo fuera América para su homónimo, una “dulce tierra hallada”: el Amor Veneris, equivalente anatómico del clítoris. Cuando intente hacerlo público deberá enfrentar al poder de la despiadada Inquisición.

La segunda novela de Andahazi, Las piadosas, fue publicada en 1998. Ese mismo año apareció un pequeño volumen con los cuentos premiados del autor bajo el título El árbol de las tentaciones. Luego vendrían El príncipe (2000), El secreto de los flamencos (2002), Errante en la sombra (2004) y La ciudad de los herejes (2005), una novela ambientada en la Francia medieval donde narra cómo se originó el llamado Santo Sudario de Turín. En 2006 Federico Andahazi obtuvo el Premio Planeta Argentina por su novela El conquistador, que relata la historia de Quetza, un joven azteca que, adelantándose a Cristóbal Colón, descubre un nuevo continente, Europa, y retrata a los salvajes que lo habitan. Por esta obra fue acusado de plagio por Agustín Cuzzani (h), aunque la Justicia desestimó la acusación (ver recuadro en pág. 7).

Finalmente, en marzo de 2008 Andahazi publicó su primera obra de no ficción, Pecar como Dios manda. Para ello inició una exhaustiva investigación que va desde los pueblos precolombinos hasta nuestros días. “Este volumen -el primero de tres- echa luz sobre la rica e ignorada sexualidad de los pueblos americanos originarios, los violentos cambios impuestos por la conquista, la hipocresía del poder virreinal durante la colonia y los nuevos cánones morales surgidos de la Revolución de Mayo. Revela además aspectos desconocidos hasta hoy, algunos ocultados con escrúpulo, sobre hechos y personajes fundacionales, próceres y prohombres cuyo modo de ejercer el poder sólo se explica a partir de la forma en que ejercieron el sexo”, define la conocida enciclopedia de Internet Wikipedia.

-Hasta hace aproximadamente una década fuiste habitante de Villa Urquiza. ¿Cómo recordás esa etapa?

-Fueron dos etapas en realidad, así que soy un asiduo reincidente de Villa Urquiza. La primera vez fue después de mi primera separación, a comienzos de los años 90, y paré en la casa de un amigo que vivía en Bucarelli y La Pampa. Fue una época personal crítica y Villa Urquiza me ayudó un poco a recomponer el eje de mi vida. Yo soy un escritor que necesito de los bares, de hecho casi toda mi obra fue escrita en bares. De manera que cuando vivía en Villa Urquiza solía parar en bares como el de La Pampa y Triunvirato. Ahí empecé a escribir los primeros apuntes de El anatomista. Después volví a mis pagos, Callao y Corrientes, la zona donde nací y a la que cada tanto regreso.

-¿Y la segunda época en el barrio?

-Tiempo después decidí volver a Villa Urquiza. Con mucho esfuerzo conseguí comprar una vieja casa a refaccionar en Olazábal y Combatientes de Malvinas, el típico PH que estaba al fondo de un pasillo largo. Fue una época muy feliz de mi vida. A una cuadra tenía mi bar, en Olazábal y Pacheco, donde todas las mañanas desayunaba y escribí la mayor parte de El anatomista. Esta obra tiene mucho que ver con Villa Urquiza, puedo acordarme incluso de los fragmentos que allí concebí. La escritura tiene la particularidad de que cuando encontrás la solución narrativa a una situación no solamente recordás ese momento sino también todo el entorno. Yo creo que Villa Urquiza siempre me dio la claridad y tranquilidad necesarias para resolver los conflictos narrativos que se me surgían. En esa época trabajaba de psicoanalista, tenía mi consultorio en el Centro y no estaba bien económicamente. Recuerdo que el motivo de que me presentara al concurso de Editorial Planeta era que necesitaba cambiar con urgencia la membrana del techo, porque tenía una gotera sobre la computadora. Quién iba a decir que el impulso de arreglar una filtración de mi casa iba a terminar con un libro editado en lugares tan lejanos como Finlandia, China o Japón. De modo que ese periplo de El anatomista, que tuvo tan lejanos puntos, se inició en Villa Urquiza.

-¿Cuánto más duró tu relación con Villa Urquiza, a partir del éxito de El anatomista?

-Viví un año más en el barrio, pero durante un tiempo conservé el departamento como garaje de las motos que colecciono. Y lo tuve durante varios años, de hecho lo vendí hace poco y con bastante pesar.

-Es decir que, pese a haberte mudado, tu conexión con el barrio se mantuvo hasta una fecha reciente.

-Sí, aunque venía con menos frecuencia. Los fines de semana yo disfrutaba mucho el barrio, solía almorzar en una esquina frente a la Plaza Echeverría. Recuerdo que lo hacía en la vereda, al calor del sol de otoño. Villa Urquiza tiene una vida bastante intensa y llegué a construir un vínculo estrecho.

-Si bien El anatomista es una novela de contexto histórico, ¿la influencia del barrio está presente en alguna línea?

-Siempre digo que toda novela, por más que transcurra lejos en el tiempo y en el espacio, por más que hable sobre la Venecia del Renacimiento, es una metáfora de la actualidad. Un autor no puede sustraerse a su propia subjetividad. Cuando yo estaba escribiendo El anatomista en el bar de Olazábal y Pacheco estaba tan sumergido en esa historia que cuando levantaba la vista y veía los autos de la avenida tenía un efecto alucinatorio inverso. Había reconstruido de tal modo la Europa renacentista que me resultaba contrastante Buenos Aires. Casi te diría que esa Italia que reconstruyo en El anatomista está hecha a partir del contraste con Villa Urquiza.

-Recién declaraste que sos un escritor de bares, que te sentís cómodo en esos ámbitos. Curiosamente, tu literatura no desborda la porteñidad que supuestamente el café debería transmitir. ¿Cómo explicás este curioso fenómeno?

-Lo que sucede es que el ideal de un escritor, que es el silencio absoluto, es imposible de alcanzar. Entonces uno busca lo más parecido. Podría ser una biblioteca, pero allí hay un falso silencio porque cuando cruje una silla parece que hubiera un terremoto y cuando vuela una mosca uno siente que pasa un Jumbo. En cambio el café trae un murmullo parejo, que es lo más parecido al silencio. La relación de los escritores con los bares es muy tradicional.

-¿Y cuál es tu café preferido?

-Me quedo con La Academia, el de Callao y Corrientes, pero yo tenía mi circuito de bares. En Villa Crespo iba al San Bernardo, de Corrientes y Gurruchaga; y en Colegiales al Argos, de Federico Lacroze y Alvarez Thomas. Cuando empecé a publicar en el exterior esta práctica se hizo extensiva a varias ciudades del mundo. Tengo mis barcitos en Madrid, en Barcelona, en París...

-Ese clima ideal que a la hora de escribir proporcionan los bares, ¿no se ve afectado por cierta interferencia provocada por los clientes que te reconocen y se acercan a saludarte o pedirte autógrafos?

-La gente tiene una relación muy respetuosa con los escritores, creo que excesiva. Percibo que se acercan a nosotros de manera diferente. El otro día fui a almorzar con mi nena, que tiene cinco años, y al lado de nuestra mesa había dos chicas que yo veía que no se atrevían a hablarme. Finalmente una de ellas, muy avergonzada, se levantó y me dio uno de mis libros para que se lo firme. “Yo sé que usted en este momento debe estar pensando en algo importante”, se disculpó, cuando en realidad yo estaba almorzando despreocupado. La gente es muy respetuosa con los escritores, quizá por la falsa creencia de que estamos todo el tiempo pensando genialidades.

-Sos psicólogo, abrazaste la literatura hace más de una década y tenés una vocación frustrada como pintor y músico. ¿De dónde surge la necesidad de abordar tantas disciplinas?

-Mi pasión por la pintura, frustrada por cierto, se la debo a mi abuelo paterno Bela, que era un muy buen pintor impresionista húngaro. Si bien de chico estudié pintura, nunca me atreví a ir más allá por el respeto reverencial que tenía por mi abuelo. Y en cuanto a la música, me animé a abordarla a través de la literatura. Yo tengo una novela, Errante en la sombra, donde compuse cuarenta letras de tango. Esa novela me ha deparado muy gratas sorpresas. Alguien me dijo una vez “leí ese libro y pude escuchar esos tangos”. Suelo decir que soy coautor de esos temas: yo escribí la letra, pero el lector compone la música.

-En 1996 ganaste el Primer Premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat con El anatomista, pero luego te negaron públicamente la distinción por considerar la obra como amoral. ¿Sentís que el escándalo cimentó tu carrera?

-Efectivamente gané el concurso de la Fundación Fortabat con El anatomista, pero la entrega del premio no se concretó porque la directora consideró a través de una solicitada que la obra premiada no contribuía a exaltar los valores más elevados del espíritu humano. Tenía razón, mi novela no se proponía eso. De todas formas fue un halago saber que no comparto ese criterio. Durante un tiempo tuve la desagradable percepción de que le debía un favor a esta mujer, porque le había hecho una enorme publicidad a mi libro. Yo creía que el éxito de El anatomista se lo debía a ella. Sin embargo al poco tiempo el libro se publicó, literalmente, en todo el mundo con el mismo éxito. En el exterior nadie podía invocar este escándalo porque no conocían a la señora Fortabat, afortunadamente. Y así pude quitarme esa embarazosa sensación de estar en deuda con ella.

-Uno de los pocos escritores que te bendijo antes de que fueras reconocido fue Osvaldo Soriano. Curiosamente él padeció cierto prejuicio de la crítica. ¿Existe cierta elite literaria que subestima a los escritores exitosos?

-Yo llegué a Osvaldo Soriano de manera bastante casual, después de enviar material literario a la revista Crisis, que él dirigía y al poco tiempo cerró. Cuando fui a buscar los manuscritos él me dio una opinión elogiosa y al rato me di cuenta de que estaba hablando con Soriano. A partir de esa conversación nos encontramos un par de veces en el bar La Academia. Efectivamente fue el primer autor reconocido que se fijó en mí cuando era un escritor inédito y con el cual tuve el privilegio de compartir conversaciones. Había algo que me llamaba la atención: Soriano se quejaba de que determinados personajes del ambiente literario, a quienes yo no conocía, lo trababan con mucho desprecio. Hay una cosa que yo entendí después: el anonimato da prestigio, hace que alguien sea bien visto. Cuando uno excede los números de venta tolerables para cierta crítica inmediatamente ese autor pasa a ser cuestionado. Esto sucede todo el tiempo en la literatura, no es nuevo. Y yo también lo padecí. Cuando era un autor inédito me fue muy bien en los concursos literarios y gané una enorme cantidad de premios, con jurados de notables: Liliana Heker, Vlady Kociancich, Héctor Tizón, Angeles Mastretta, Mario Benedetti y Luisa Valenzuela, entre otros. Al volverte exitoso aparecen los recelos.

-¿Por qué te hiciste escritor?

-En mi caso convergieron dos o tres cuestiones clave. Mi viejo era poeta y lo conocí de grande, en la esquina de Corrientes y Montevideo. Lo recordaba por la foto de un libro de poesía y a partir de ese momento logramos construir una relación, quizá no paternal-filial pero sí de amistad. Y un autor que me marcó definitivamente fue Leopoldo Marechal; creo que el Adán Buenosayres me dio el pasaje de lector a escritor.

-Siendo ya un autor consagrado, ¿cómo hacés para no caer en el pecado del aburguesamiento y seguir sintiendo la literatura de la misma manera que cuando eras novel?

-Es muy fácil, encontré la forma inmediatamente. Así como cuando yo escribí El anatomista era un autor inédito y no tenía exigencia alguna de las editoriales, siempre me creo la ilusión de que eso que estoy escribiendo nunca se va a publicar. Ese truco realmente funciona y me libera de cualquier presión. No estoy diciendo que me resulte un trabajo escribir, estoy diciendo que escribo para no tener que trabajar.

El plagio que no fue

A fines de junio Federico Andahazi fue sobreseído por la Justicia Penal en una querella iniciada en 2007 por un supuesto plagio en su libro El conquistador, ganador del Premio Planeta 2006. El juez de instrucción Julio López decidió absolver a Andahazi tras los peritajes realizados por expertos. El escritor había sido demandado por Agustín Cuzzani (h) en marzo de 2007. El hijo del fallecido dramaturgo Agustín Cuzzani (1924-1987) consideró que la novela El conquistador había plagiado una obra teatral de su padre, Los indios estaban cabreros, estrenada en 1958.

Ambas obras sostienen que no fueron los españoles quienes descubrieron América sino los indios, que habrían llegado a Europa antes de 1492. Sin embargo, estas obras literarias fueron peritadas por tres expertos, quienes determinaron que no había plagio. Para eso valoraron, entre otros aspectos, que Los indios estaban cabreros es una obra teatral, en tanto El conquistador es una novela. “Andahazi no ha copiado el estilo narrativo del querellante y las diferencias encontradas entre ambos textos son sustancialmente mayores que las similitudes o identidades. Andahazi ha desarrollado una investigación independiente, impregnada de originalidad y novedosa”, destacó el magistrado en su sentencia.

“Se hizo justicia, el juez de la causa determinó que no existe plagio”, dijo Andahazi apenas conoció el fallo. Ya en 2007 el abogado de Andahazi, Oscar Finkelberg, dijo que la línea argumental en disputa no era original y tenía antecedentes -por tratarse de hechos históricos y leyendas conocidas- que datan de comienzos del siglo XX.





 


 








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