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Buenos Aires, Argentina /
Fecha de Publicación:29/12/06 Fuente:Revista Digital - Defensoría del Pueblo CABA

EL CALOR EN LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
El trópico llegó para quedarse

Mientras los primeros sofocones estivales comienzan a perturbar el sueño y la vida cotidiana de sus habitantes, especialistas en el tema explican cómo contribuyen al agobiante clima que impera en el verano porteño las diversas transformaciones edilicias que la ciudad de Buenos Aires experimenta desde hace varias décadas.


La opinión generalizada estima que en Buenos Aires, cada verano el calor es más intenso. ¿Es así?. “El tiempo no cambió realmente, lo que se modificó es el microclima cotidiano”, asegura Osvaldo Otero, del Laboratorio de Entrenamiento Multidisciplinario para la Investigación Tecnológica (LEMIT), que funciona en la ciudad de La Plata. “Si caminamos por la calle Florida, por ejemplo, podemos sentir cómo la temperatura es más alta, por efecto de los equipos de aire acondicionado que despiden calor continuamente. Y lo mismo ocurre en las zonas aledañas a los grandes shoppings e hipermercados. La enorme cantidad de propiedades construidas en los últimos tiempos ha determinado también un aumento de la duración de lo que se llama efecto pila, que es la carga térmica que absorben las edificaciones. Antes uno podía notar que las paredes permanecían tibias, a lo sumo, hasta las 10 de la noche, pero ahora conservan el calor durante gran parte de la madrugada. Si a eso le añadimos que las torres erigidas en barrios como Belgrano frenan notablemente la circulación del viento, el panorama se torna agobiante”.

Para Gustavo Pittaluga, del Departamento de Ciencias de la Atmósfera y los Océanos de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, “el significativo crecimiento urbano ha generado lo que se denomina una isla de calor. A causa del pronunciado aumento de las edificaciones y el número de autos y colectivos en circulación, el funcionamiento de equipos acondicionadores de aire y la contaminación atmosférica, las temperaturas en la ciudad son algo más altas que las que se pueden encontrar en las zonas rurales. Además, al no contar con más espacios naturales, las precipitaciones caídas tienen un impacto mayor que en el pasado, ya que no encuentran manera de filtrarse a través de la superficie como lo harían si hubiese más árboles y lugares abiertos con otra vegetación”.

“Los eventos climáticos característicos del verano porteño son la ola de calor –altas temperaturas sostenidas durante varios días y acompañadas de mucha humedad y una elevada sensación térmica- y las tormentas con vientos fuertes, lluvias intensas y ocasional caída de granizo”, resume María de los Milagros Skansi, del Servicio Meteorológico Nacional (SMN). Pero la realidad no siempre fue así. “Hasta mediados del siglo XIX, Buenos Aires era una ciudad seca”, afirma Otero. “Algunas crónicas de la época atestiguan que durante el verano, cuando soplaba mucho viento, se levantaba tanta tierra que por 8 o 9 minutos no se podía caminar”. En el documento de trabajo Cambio climático en la pampa bonaerense: las precipitaciones desde los siglos XVIII al XX, escrito junto a Jorge Deschamps y Eduardo Tonni, se demuestra que “en el Buenos Aires tardocolonial y de comienzos del siglo XIX, las casas respondieron a modelos de techo plano, compatibles con su implantación en espacios de escasas lluvias”.

El incremento de las precipitaciones se produjo recién a principios del siglo XIX y estuvo acompañado también por un aumento en la cantidad de días lluviosos por año: “a comienzos de 1800 precipitaba un promedio de un día cada 7,6, mientras que el promedio actual es de un día de lluvia cada 3,6”. Con respecto a las estaciones del año en las cuales se verifican los aguaceros más copiosos, “se pasó de la secuencia Otoño-Verano-Primavera-Invierno a Verano-Otoño-Primavera-Invierno. Mientras que hasta 1842 sobre 268 años relevados hubo 98 de sequías y 15 de inundaciones, desde esa fecha y sobre 155 años se registraron 16 de sequías y 39 de inundaciones”.

“Durante la década del 70 se produjo un fenómeno de sobreconstrucción de la superficie urbana, especialmente en barrios como Mataderos o Villa Devoto”, continúa Otero. “Los hijos, que no tenían plata para irse de la casa de los padres, comenzaron a edificar su propia vivienda en el terreno del fondo. Lentamente, el suelo comenzó a ser tapizado de asfalto y las lluvias, que ya no podían escurrirse a través de la tierra o el empedrado, empezaron a provocar inundaciones”. El aumento de la cantidad de agua que se vuelca en los conductos pluviales y la escasez de arbolado incapaz de retener más líquidos no hicieron más que agravar la situación.

“La densificación del suelo se ha intensificado de una manera notable en los últimos años”, concluye Otero. “Por eso, resulta imperioso que a la hora de planificar y llevar a cabo nuevas obras o modificaciones estructurales en la geografía urbana se dejen a un lado los criterios puramente estéticos o mercantilistas y, en cambio, se privilegien el sentido común y la calidad de vida de nuestros habitantes”.

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